José Antonio Suárez

LA JAULA
 
 
 
 

I
 
 

Cuando Luis Brusi oyó que aquel sujeto le aseguraba ser el inventor de una máquina para pesar el alma, le pidió que le echara el aliento antes de llamar al celador. Trelles, como así se llamaba su visitante, no esperaba semejante descortesía de un antiguo conocido de facultad y lo miró por encima de los gruesos cristales de sus gafas, tratando acaso de comprobar que se trataba de la misma persona. Lo era, no tenía tan mala memoria para haberse olvidado del rostro avinagrado de Brusi. Después de unos instantes de vacilación obedeció sin replicar.

Trelles desprendía una halitosis insoportable que obligó a Brusi a echarse hacia atrás en su sillón, pero no había indicios de que estuviese bebido. Había visto muchos borrachos durante su vida, especialmente en sus turnos de guardia del hospital, antes de que lo ascendieran a jefe del servicio de cuidados intensivos. Podía reconocerlos con echarles un simple vistazo sin necesidad de olerles el aliento; eran muchos los detalles que los delataban, las pupilas, el habla pastosa, la forma de caminar. Daniel Trelles no revelaba ninguno de ellos.

Sus explicaciones parecían coherentes y daba la impresión de estar muy seguro de sí mismo. Era de la clase de tipos que pretendían tener razón en todo, y desgraciadamente solían tenerla. Brusi recordaba el curso de tanatología en la universidad, en el que Trelles importunaba constantemente al profesor y le señalaba errores en la exposición de los temas. Resultaba realmente molesto tener que responder a sus continuos desafíos, en especial porque en la mayoría de las ocasiones el profesor era consciente de que Trelles estaba en lo cierto y no sabía qué contestar, lo cual mermaba paulatinamente su autoridad ante el resto de los alumnos. Harto de que Trelles lo pusiera en evidencia una y otra vez, le propuso un trato:

—Tu nivel de conocimientos es muy superior al del resto de la clase y no aprenderás nada nuevo aunque sigas asistiendo, así que te daré sobresaliente en mi asignatura sin que sigas presentándote a los exámenes, a condición de que no vuelvas más por mi clase.

Trelles le insinuó que una matrícula de honor sería más adecuada para reconocer sus capacidades. La insolencia del joven irritó al docente, que estuvo a punto de retirar su oferta. Pero no lo hizo. Tenía que librarse de él como fuera.

Como resultado de la entrevista, Trelles no volvió a pisar su aula.

Desde entonces habían pasado quince largos años, tiempo que no había sido suficiente para borrar aquel rostro de su memoria. Trelles volvía a cruzarse en su camino, y esta vez le pedía ayuda.

—Profesor Brusi, sé que no me está tomando en serio —dijo su visitante—, pero necesito su colaboración urgentemente.

—Ya no soy su profesor —dijo Brusi, frunciendo los labios con desagrado—. Dejé la universidad poco después de que usted se graduase. Hubo una reestructuración de personal y no me renovaron el contrato.

Brusi clavó sus ojos en él, como si Trelles hubiera tenido parte de culpa en que su carrera se hubiera truncado. En su fuero interno sospechaba que la fama de aquel geniecillo, al extenderse por el claustro, había debilitado sus expectativas de firmar por otros tres años. Aunque no lo sabía con certeza, suponía que había sido desacreditado entre sus compañeros a causa de ese petimetre.

—Créame que lo siento, profes... señor Brusi.

—Sus condolencias llegan con quince años de retraso —echó un vistazo a su reloj—. Lo siento, pero estoy bastante ocupado y no puedo perder el tiempo en idioteces.

Se acercó al intercomunicador. Llamaría al celador de todas maneras. Tantos estudios habían acabado por quemar el cerebro de Trelles. Sinceramente, no podía decir que lo lamentase.

—Quizás no me haya explicado con claridad —dijo su antiguo alumno, mostrándole un abultado fajo de billetes—. No le estoy pidiendo que me ayude gratis.

El dedo de Brusi se quedó congelado encima del botón. Trelles depositó el dinero sobre la mesa y lo acercó al jefe del servicio.

—Habrá otro montón igual cuando la investigación finalice.
 
 

II

Poco después de licenciarse «cum laude» en la facultad de medicina, Daniel Trelles empezó a sentir una morbosa atracción hacia la muerte. No se resignaba a aceptar el fenómeno como la realidad lo mostraba. La tanatología era una especialidad demasiado superficial para él, se limitaba a estudiar la muerte cuando ya nada se podía hacer. La ciencia se detenía en el estudio de los restos cadavéricos, y no es que Trelles sostuviese que podía devolverse la vida a un fallecido, pero creía que tenía que haber algo más y que ese algo merecía la pena ser investigado. Cuando perdió a sus padres en un accidente de tráfico el día que venían a asistir a la ceremonia de licenciatura, Daniel Trelles se preguntó para qué servía todo lo que había estudiado y su brillante expediente académico. La imagen de sus progenitores yaciendo en el túmulo del depósito regresaba a su mente una y otra vez, ellos se le aparecían en sueños y conversaban con él como si todavía siguiesen vivos; pero cuando se despertaba en mitad de la noche se daba cuenta de que no había nadie en casa y sentía una profunda angustia. Estaba solo, sus padres se habían marchado y no regresarían nunca más.

No podía soportarlo.

Comenzó a leer toda clase de libros esotéricos que hablaban de la vida más allá de la muerte. Eran una atractiva colección de fábulas sin el menor viso de realidad, sustentadas por los testimonios de unas cuantas personas pero carentes de datos objetivamente contrastables. Pacientes que estuvieron en coma hablaban de una luz misteriosa al fondo de un túnel que les atraía intensamente, sintiendo la presencia de familiares fallecidos que les guiaban en el viaje hasta el más allá. Luego, la luz se desvanecía y regresaban a la consciencia en el hospital. Las experiencias podían explicarse fácilmente como delirios alucinatorios de un cerebro víctima de la anoxia, combinado con el efecto de ciertos neurotransmisores que liberaba el organismo en condiciones terminales.

La parte irracional de Trelles, sin embargo, se aferraba al ideal romántico que impregnaba aquellos libros, y se preguntó si podría llevar a cabo un experimento que demostrase la existencia del espíritu de forma que otros colegas pudieran reproducirlo en cualquier lugar del mundo sin invocar la religión. Trelles necesitaba creer, pero como científico sabía que los sentimientos personales no eran un camino válido a menos que fuesen avalados por los hechos. La fe es el fracaso de la razón, y él no podía refugiarse en el ocultismo para superar su crisis. Necesitaba datos que resistiesen el método científico, no testimonios subjetivos. Aferrándose a leyendas no llegaría a ninguna parte.

Su empleo como investigador de un importante fabricante de escáneres médicos le había dado la estabilidad económica que necesitaba para realizar su labor en solitario. Trelles no podía trabajar en grupo, la planificación en equipo le asustaba y exponer sus ideas a la crítica pública todavía más. Trelles únicamente obtenía buenos resultados si actuaba solo. Era un ermitaño de la ciencia.

Los tortuosos caminos de su destino determinaron que se topase con Del Rey, un físico antiguo compañero de universidad que volvió a ver en una reunión de ex alumnos. Del Rey se había especializado en física de partículas y trabajaba en un acelerador que se estaba construyendo en el desierto libio. Se había casado y tenía dos hijos de cuatro y seis años, cuyas fotos le exhibió con orgullo paternal. Trelles envidiaba su suerte, había deseado muchas veces fundar también una familia, pero achacaba a las condiciones de su trabajo el carecer de tiempo para las cosas verdaderamente importantes, hasta el punto de que ese distanciamiento de los demás le estaba haciendo perder contacto con la realidad. La circunstancia de que Trelles no tuviese hermanos ni nadie con quien sincerarse ayudaba a incrementar su encierro.

Del Rey, por su parte, ambicionaba la libertad paradisíaca que gozaban los solteros. Su matrimonio no funcionaba bien y se estaba dando últimamente a la bebida. Aunque por diferentes motivos, ambos se hallaban aquella noche con algunas copas de más en torno a una mugrienta mesa de un tugurio que vendía ginebra adulterada y licores a granel. Otros compañeros se divertían cantando baladas horrorosas junto a la barra, pero Del Rey y Trelles no estaban con ánimos para cantar, ni encontraban en la fiesta nada digno de celebrar.

Entre sorbo y sorbo de un turbio ron con hielo, el físico le explicó a su adormilado oyente en qué consistía su trabajo:

—Estamos ultimando una planta de energía para el gobierno libio. Hemos obtenido mediante fusión nuclear un plasma que alcanza temperaturas de hasta cien millones de grados, pero necesitaremos mantenerlas al menos durante un segundo para que el proceso de producción de energía resulte rentable.

Trelles reprimió un bostezo. Eran las dos de la madrugada y él tenía por norma recogerse a las once. Estaba realizando verdaderos esfuerzos para no quedarse dormido, y la bebida no colaboraba en absoluto a mantenerle despejado.

—¿Qué método utilizáis para contener el plasma? —preguntó, los párpados pesados como losas de mármol—. A esas temperaturas se derretiría cualquier metal.

—Desde luego. Es obvio que ningún material sólido podría conseguirlo; por eso utilizamos una cámara magnética toroidal, un tokamak. De lo contrario se vaporizaría el contenedor de fusión.

Del Rey le explicó la dinámica del plasma y por qué éste no podría escapar del tokamak si se mantenía un flujo de energía suficiente dentro de la cámara magnética. Trelles se imaginó un pequeño sol brillando en el interior de uno de esos artefactos, algo tan poderoso que pudiera iluminar las ciudades durante siglos.

—¿Realmente te interesa la física de plasmas? —dijo Del Rey, con la vista nublada por el venenoso ron.

Trelles no respondió. Aunque en ese momento no fue consciente de ello, su cerebro se había puesto a trabajar en una idea obsesiva que relacionaba los tokamaks de su amigo con la tomografía axial computerizada, materia en la que Trelles era un experto. Tardó varios años en decidirse, y cuando lo hizo se vio forzado a reconocer que no podría alcanzar sus objetivos actuando en solitario. Necesitaba la cooperación de alguien, y eso equivalía a compartir sus ideas con un extraño.

Trelles no conocía a nadie en quien poder confiar. Pero estaba obligado a encontrarlo.
 
 


III

Luis Brusi retiró el dedo del intercomunicador.

—Siga hablando.

El experimento que Trelles le propuso era simple. Se trataba de acoplar bajo las camillas de la unidad de cuidados intensivos un dispositivo digital de precisión que controlase el peso del enfermo. Dado que los pacientes de la unidad estaban monitorizados, se sabría con certeza el momento exacto de la muerte si ésta se producía. Trelles quería demostrar una pérdida de peso en el fallecido durante los instantes siguientes al óbito.

Brusi contó el dinero que Trelles le estaba ofreciendo. Había más de lo que hubiera imaginado; pero pensó que si estaba tan interesado en el experimento, podría conseguir que elevase la oferta.

—Cien mil más sería una retribución adecuada.

—Se ha vuelto usted una persona codiciosa, profesor.

—No tengo intención de ponerme a regatear mis honorarios con usted, —Brusi disfrutaba pagándole con la misma soberbia que Trelles gustó de utilizar en el pasado—. Si no le interesa, váyase de mi despacho.

Su visitante aceptó abonar el suplemento una vez que los experimentos terminasen. Brusi lo vio razonable y allí mismo cerraron el trato. Colocar básculas digitales bajo las camillas no contravenía ninguna normativa. Todo sería legal y no correría riesgos. Sin mover un dedo —el propio Trelles se encargaría de montar los dispositivos— se embolsaría más dinero en un mes del que ganaría trabajando durante un año. Sus obligaciones se reducían a transmitir a su ex alumno por módem los datos de las consolas de soporte vital en cuanto se produjese un fallecimiento. El proceso sería automático y a salvo de miradas indiscretas.

Brusi empezó a imaginar en qué gastaría aquel dinero extra. Tenía muchos proyectos pendientes que no podía realizar por falta de liquidez. Ser jefe del servicio no era una bicoca, conllevaba más responsabilidades que sueldo y un horario criminal que le obligaba a estar localizable veinticuatro horas al día. Ese dinero le iba a venir muy bien.

Su satisfacción se vio parcialmente realizada a los dos días de iniciarse el experimento. Había ocurrido la primera muerte en su unidad.

Se trataba de un anciano de ochenta años fallecido a causa de insuficiencia cardiorrespiratoria, pero el motivo era irrelevante para la investigación de Trelles. Al examinar los registros de la consola, supo que veinte segundos después del instante de la defunción se había detectado una pérdida de peso de seiscientos veinte gramos.

Había una cámara de vídeo enfocada hacia cada paciente que ingresaba en la unidad. Brusi supuso que algo se había caído de la camilla durante el intervalo en que se produjo la variación de peso, y visionó la grabación en busca de algún objeto, un frasco, una sonda de drenaje que hubiera podido resbalar, o signos cadavéricos de deshidratación súbita. Sabía que podía detectarse una pérdida de fluidos en una media de ocho gramos por kilo de peso al día. Pero una disminución repentina en un lapso de veinte segundos no era explicable ni siquiera mediante la deshidratación. Algo no encajaba.

Se tranquilizó atribuyendo el suceso a un error de la báscula, aunque no obstante transmitió la información al ordenador del domicilio de Trelles. Si éste creía que su experimento había tenido éxito, tanto mejor. Brusi siempre podría convencerle para que prorrogase sus investigaciones unos meses más, y sus ganancias se incrementarían en idéntica proporción.

Sin embargo, por mucho dinero que recibiera a cambio, deseaba en el fondo que Trelles fracasase. Aquel sabelotodo no podía pretender llevar siempre razón, algún día tenía que cometer un error, y cuando sucediese se reiría en su cara. Trelles había escogido uno de los terrenos más arriesgados para echar a perder su reputación. Si fallaba, sus colegas se burlarían de él durante las próximas décadas. El propio Brusi se encargaría de difundir la noticia a su debido momento para que todo el mundo se enterase.

Al día siguiente se produjo una nueva defunción. Una joven exuberante de veintidós años pasó a mejor vida a causa de un traumatismo craneoencefálico. Eran las ocho treinta y dos. Brusi recordaría muy bien la hora por el suceso del que iba a ser testigo. Se hallaba monitorizando los pacientes de su unidad, dedicando una atención especial a la mujer de labios carnosos que yacía en estado de coma, cuando la consola de apoyo vital lanzó un brusco pitido que lo sacudió de su asiento. Cruzó los dedos y desvió la mirada hacia la pantalla de datos, contando mentalmente los segundos.

Al llegar a veinte, el sensor de la báscula mostró un descenso de seiscientos siete gramos.

El corazón le dio un vuelco. Volvió a observar el cuerpo de la joven esta vez con interés exclusivamente científico, esperando que alguna sustancia vaporosa se elevase del cadáver, pero no sucedió nada. Examinó la grabación de vídeo minuciosamente, ampliando las tomas y aplicando filtros de colores sin mejores resultados. Su mente escéptica luchaba por encajar los datos en su esquema del universo, tratando de hallar una explicación coherente que no diese la razón a Trelles.

Como no se le ocurrió ninguna, se consoló con saber que su ex alumno no se llevaría toda la fama. Al fin y al cabo era él, y no Trelles, quien estaba encargándose personalmente de la investigación. Trelles se había limitado a pagarle y a estudiar los datos que él le enviaba a través del ordenador. Si alguien merecía el honor del descubrimiento era exclusivamente Luis Brusi.

Los siguientes días resultaron muy fructíferos en cuanto al número de fallecimientos. En todos los casos se había registrado un descenso de peso, que oscilaba entre los seiscientos y los setecientos gramos, a los veinte segundos de producirse la muerte. El número de casos no tenía aún valor suficiente a efectos estadísticos, pero para Brusi constituía una prueba irrefutable de que algo se desprendía del cuerpo instantes después de la muerte, invisible pero no por ello menos real.

Y medible con un aparato tan prosaico como la báscula.

Trelles, confiado como siempre en sí mismo, no mostró signos de emoción cuando se reunieron quince días después en casa de aquél a comentar los resultados. Trelles vivía en una mansión señorial de las afueras decorada con mueble clásico y severas lámparas de cristales de roca. Desde la muerte de sus padres únicamente él habitaba la casa, y Brusi notó al franquear el umbral que no realizaba demasiados dispendios en calefacción, porque estaba fría y olía a humedad. Trelles no tuvo siquiera la delicadeza de ofrecerle una copa de vino, pese a que el médico se percató de que tenía la bandeja de los licores bien repleta y perfectamente a la vista.

Su anfitrión le dedicó una media sonrisa de suficiencia que mantuvo el tiempo necesario para recordarle lo equivocado de su actitud al no tomarle en serio desde el primer momento. Estaba siendo descortés deliberadamente. Convencido de que el experimento sería un éxito, ya tenía preparada la segunda fase. Sacó una carpeta de diagramas y se los mostró a su colega.

—No soy ingeniero —bufó Brusi, después de intentar adivinar durante un rato cuál era la utilidad de aquel artefacto en forma de donut—. ¿Qué es? ¿Un escáner?

—Es un generador toroidal de campo magnético —explicó Trelles.

—Ya. ¿Y para qué sirve?

—¿No lo adivina?

—No, y quizás debería seguir sin saberlo.

—Todavía está a tiempo de volverse atrás. Estoy seguro de que con los datos que ya obran en mi poder encontraré otro médico dispuesto a ayudarme, y por bastante menos dinero del que me está costando.

—Es usted insoportable. Hable de una vez.

Trelles le dedicó una de sus poses más engreídas y señaló el agujero del donut.

—Rodearemos el cuerpo del paciente con este dispositivo. El generador se activará en el instante de la muerte y lo envolverá con un campo de alta intensidad. He supuesto que el alma está constituida por un plasma frío que podría confinarse en el interior de una jaula magnética. Quiero capturar el alma en el momento que salga del cadáver para poder estudiarla.

—Está usted loco. Este armatoste llamará la atención de mi personal. ¿Cómo cree que voy a justificar su presencia en mi unidad? ¿Quiere que me despidan?

Trelles se acercó amenazador a él.

—No vuelva a llamarme loco.

Brusi sintió deseos de romperle la nariz y marcharse de allí, pero tuvo que reprimir sus instintos. Por mucho que fuera el desprecio que Trelles le mereciese, no podía perderse la oportunidad que le brindaba. Ya había acertado al idear un método para pesar el alma. ¿Qué sería capaz de conseguir a continuación?

—Necesitaré habilitar una sala especial bajo mi vigilancia directa —dijo Brusi—. Tendré que rellenar multitud de formularios y...

—Recompensaré su colaboración, doctor. Usted saldrá muy beneficiado de todo esto.

—No sé. Tendría que pensarlo.

—No tiene que pensarlo. Quiero una respuesta ahora. Si no le interesa, váyase.

Trelles le estaba devolviendo la afrenta cuando acudió por primera vez a su despacho.

—De acuerdo —Brusi frunció los labios como si hubiese mordido un limón.

—Algo más. Este generador es un aparato muy caro y necesita de mi supervisión. Tendrá que contratarme como ayudante para justificar mi presencia en el servicio de cuidados intensivos si las circunstancias lo exigen. No cobraré, por supuesto, pero debo tener acceso libre a las dependencias.

—Yo no puedo hacer eso.

—Claro que sí. He repasado la reglamentación del hospital y está dentro de sus facultades. En su unidad hay una plaza vacante desde hace dos años que usted no cubre para ahorrar dinero. Bien, hágame un contrato de tres meses y yo me encargaré del resto.
 
 
 
 

Brusi accedió a todas las condiciones de su ex alumno, y se las arregló para habilitar una sala especial donde supuestamente se alojaría el nuevo tomógrafo del servicio de cuidados intensivos. Como Trelles trabajaba en una empresa que fabricaba escáneres médicos, no hubo problemas en ese sentido para disfrazar el generador toroidal. Una vez recubierto por el armazón, ni el mismo Brusi hubiera podido sospechar lo que escondía realmente aquel trasto.

Pero Brusi jugaba con dos barajas. Había hecho instalar, sin conocimiento de Trelles, un dispositivo dentro del generador para darle un escarmiento y enseñarle cuál era su sitio allí.

La tarde en que se decidió probar el aparato no había nadie en la unidad. Brusi había dado permiso al médico de guardia para que se marchase a casa, pues debía ser relevado por otra persona. Ésta no llegó a acudir, aunque Trelles sí lo hizo.

Un anciano se hallaba dentro de la máquina cuando su colaborador se presentó. Las constantes vitales del paciente eran críticas y presagiaban en apariencia un fallo inminente de su corazón. Brusi había amañado el monitor para engañar a Trelles, a fin de que ofreciese una grabación de los registros del día anterior de un enfermo terminal.

El médico se había cuidado de administrar al viejo un sedante para que no causara problemas. Trelles no se había dado cuenta del engaño y observaba el monitor mientras se mordía un padrastro del pulgar. No era tan listo después de todo, pensó.

—Este hombre está muy mal —dijo el investigador, incapaz de disimular su impaciencia por probar su aparato.

—Evidentemente ha conocido días mejores —comentó Brusi, encendiendo un cigarrillo—. ¿Ha pensado en qué va a gastar el dinero del premio, Daniel?

Trelles lo miró por encima de sus gafas embistiéndole con la mirada, más sorprendido de que hubiese utilizado su nombre de pila que del contenido de la pregunta.

—Me refiero al premio Nobel, claro —rió Brusi.

—No debería fumar en este recinto. El instrumental está esterilizado.

—Oh, vamos, no voy a operar a nadie —señaló la consola—; y desgraciadamente, a este abuelo no le molestará el humo dentro de poco.

—Me parece una broma de muy mal gusto. Tendría que compadecerse de la suerte de su paciente en lugar de burlarse de él.

—¿Compadecerme? ¿Qué hay de su experimento, Trelles? ¿Le parece ético que pretenda capturar esa cosa que va a salir del cuerpo cuando muera?

—No es una cosa. Se llama alma, todos los humanos la tenemos incluido usted; aunque esto último sea difícil de creer.

—Me da igual el nombre que tenga. ¿Qué derecho tiene a intervenir en el destino de mis pacientes? ¿Cómo se atreve a experimentar con cadáveres, sometiéndolos a campos magnéticos como si fueran cobayas? ¿Es eso lo que yo le enseñé en la facultad?

—Usted no me enseñó nada, profesor. Recuerde que en el primer trimestre de su asignatura me pidió que no fuera más por su clase.

—Eso es cierto. Entonces me di cuenta de quién era usted. Tengo muy buen ojo para las personas, sé de qué pie cojean sólo con mirarlas. Quizás sea el único talento que tengo, pero es un talento que ejercito a menudo.

Trelles no replicó, admitiendo que cualquier discusión con Brusi sería estéril, y regresó su atención al monitor del anciano. Allí estaba, colocado al pie del lecho de muerte, vigilante como un buitre preparado para desentrañarlo con su escalpelo. Brusi sintió que el estómago se le encogía.

El electroencefalograma se transformó en una línea plana, seguido de un potente pitido. Trelles pulsó nerviosamente el botón que activaba el generador. El semblante le brillaba con un sudor ansioso.

—Tranquilo, tiene veinte segundos de margen antes de que esa cosa escape.

—No es una cosa. Es...

Trelles se quedó sin habla. Una neblina lechosa estaba surgiendo del interior del aparato. Dos ojos flameaban dentro del agujero y le miraban con malignidad. El hombre, aterrorizado, retrocedió dos pasos. La estancia se llenó de gruñidos siniestros que brotaban de los rincones. Brusi se estremeció por el efecto que había logrado.

El supuesto muerto de la camilla se revolvió entre las sábanas, todavía bajo los efectos del sedante que Brusi le había administrado, y murmuró algo acerca de un infierno donde deberían ir los matasanos. Para Trelles fue demasiado. Se llevó la mano al pecho y emitió un gemido, cayendo fulminado al suelo, la boca contraída en un espasmo de dolor.

Brusi había llevado la broma demasiado lejos. Se acercó a su colega y le masajeó el corazón. Todavía estaba vivo, pero en sus ojos halló una mirada vacía. Como no había nadie en el servicio que pudiese ayudarle, se las ingenió para colocarlo encima de una camilla y aplicarle el desfibrilador. El corazón no reaccionaba.

Brusi tenía poco tiempo para decidirse. El viejo continuaba refunfuñando y revolviéndose en la camilla. Lo sacó del generador e introdujo la camilla de Trelles en su lugar. Su cerebro todavía registraba actividad cortical, pero era cada vez más débil.

Las crestas del monitor no tardaron en diluirse en cinco líneas paralelas. El pentagrama de Trelles había llegado a su nota final. Era el momento.

Con una sangre fría que le sorprendió, Brusi oprimió el botón que ponía en marcha el campo electromagnético. Era la clase de muerte que Trelles se merecía, el cazador atrapado en su propia trampa.

Contó veinte y esperó. Tenía curiosidad por saber si aquel puerco poseía alma.

El detector registró una pérdida de cuatrocientos sesenta y dos gramos. Sonrió para sus adentros. Era el peso más bajo que había medido desde el inicio de las investigaciones.

El generador había atrapado algo. Tal como Trelles pronosticó, la jaula magnética estaba reteniendo un tipo de energía físicamente medible que luchaba por huir.

—¿Alguien quiere explicarme qué está pasando aquí? —dijo el anciano desde la otra camilla.

Brusi le hizo callar inyectándole otro anestésico. Luego, más tranquilo, miró la cámara y sonrió. Allí estaba, era todo suyo. Trelles volvía a llevar razón incluso después de muerto. Lástima que no pudiesen celebrarlo juntos, pero qué se le iba a hacer. Ahora no tendría que compartir el mérito con él.

Luis Brusi se había convertido en el primer hombre que había conseguido atrapar un alma. Una sensación profundamente turbadora.

Y placentera.
 
 
 
 

Las pruebas se prolongaron durante horas. Brusi hizo pasar corrientes eléctricas por el interior de la jaula magnética, introdujo sustancias colorantes, ácidos y sales para comprobar su efecto en el plasma invisible y realizó cuantos experimentos se le fueron ocurriendo, anotando atropelladamente los resultados tanto si tenían sentido como si no. Carecía de método previo y desconocía qué pautas debía seguir para estudiar el fenómeno. Trelles habría sacado más partido de los datos, pero no era su genial colaborador quien estaba fuera de la jaula, sino él. Y las capacidades de Brusi eran limitadas.

Agotado por el trabajo, dejó el generador encendido y cerró la sala con llave. Llamó a los dos médicos que entraban en el turno de madrugada y les advirtió que nadie debería pasar a esa habitación. Luego se fue a descansar a su apartamento.

Su casa era el típico ejemplo de piso de soltero que por no pagar a una limpiadora estaba hecho un desastre. Brusi se fue desvistiendo conforme cruzaba el pasillo y al descalzarse suspiró aliviado. Los zapatos fueron lanzados enérgicamente hacia el armario del dormitorio y sus pies, que restregó en la tiesa alfombra hasta restaurar la circulación, se dilataron agradecidos por aquel breve momento de placer.

Alargó el brazo hacia el interruptor de su mesita. El dormitorio quedó a oscuras antes de que lo rozase.

Dio un salto en la cama y salió del dormitorio. La luz del pasillo tampoco funcionaba.

Al asomarse por la ventana observó que no había ninguna luz en la calle. Se trataba de un apagón, algo bastante corriente por esa zona. Los relámpagos de una tormenta eléctrica brillaban en la noche con una claridad inquietante. Bajó la persiana y se acostó.

En el silencio de la habitación pensó de nuevo en Trelles. ¿Cómo había podido reunir el valor necesario para meterlo dentro de la jaula? Era inútil engañarse, había muerto por su culpa a causa de un comportamiento negligente, impropio de un profesional. Debería sentir vergüenza.

Pero no experimentaba ningún remordimiento, sino una agradable felicidad que le colocaba como único descubridor del mayor hallazgo de la ciencia médica desde los tiempos de Hipócrates. Ya no tendría necesidad de compartir los honores con Trelles. En realidad, su muerte había sido muy oportuna.

Brusi se preguntó si inconscientemente no habría deseado matarle. Había abandonado demasiado pronto los intentos de reanimación para introducirlo directamente en el generador.

No, de ninguna manera, sólo quería gastarle una broma y demostrarle que no era tan listo como creía. Una pequeña travesura no le convertía en un asesino. Bueno, su muerte no le inspiraba ninguna lástima, cierto, pero tampoco había buscado intencionadamente el desenlace.

Brusi no podía conciliar el sueño, excitado al saberse tocado por la diosa fortuna, pero intranquilo a la vez por haber encarcelado el cadáver de un compañero dentro de su propio engendro. Se despertó un par de veces con el pijama empapado y la boca seca. Tocó el interruptor y comprobó que la luz había vuelto. Eso le relajó un poco; había sido un mal presagio que el apagón sucediese nada más llegar a casa. Fue a la cocina y se bebió un vaso de agua. Como le dolía la cabeza, aprovechó para tomarse un analgésico que le ayudase a dormir.

Una señal de alarma se activó en su cabeza. El corte de fluido. El generador. ¿Qué habría ocurrido en el hospital mientras tanto?

Llamó al médico de guardia y se interesó por el estado de los pacientes. No se había producido ninguna novedad. El servicio de cuidados intensivos contaba con un grupo electrógeno independiente y los equipos habían seguido funcionando.

Pero la máquina de Trelles se nutría de la red general del hospital.

Brusi no pudo volver a dormirse. Temía que al cadáver de su colaborador le hubiese sucedido algo. ¿Se habría cortocircuitado la máquina tras el apagón? La instalación del generador había sido bastante chapucera, la verdad. Brusi tendría que dar muchas explicaciones para justificar la presencia de un cadáver achicharrado.

A las cuatro de la madrugada decidió regresar a cuidados intensivos. El joven que se hallaba de guardia le saludó cordialmente y le ofreció una taza de café. Brusi rechazó, pero tras pensárselo mejor aceptó un poco. Necesitaba estar despierto si tenía que emprender acciones drásticas.

—¿Le ocurre algo, jefe? No suele venir al hospital a estas horas.

—Quería cerciorarme del estado de los equipos —mintió Brusi—. Es el tercer apagón en lo que va de mes y algunas consolas han empezado a mostrar fallos —sorbió ruidosamente el café—. Mientras me quedo aquí revisándolas, váyase a la cantina a comer algo con su compañero. Yo me encargaré de los pacientes.

El médico notó algo raro en el comportamiento de su jefe, pero éste no era de los que toleraba que se cuestionasen sus órdenes, y menos por un subordinado en prácticas.

Brusi se quedó solo en la unidad. Había dos ingresos recientes, politraumatizados por el arrollamiento de un camión que requerían parte de su tiempo; pero no les dedicó ninguna atención. Cogió su llave y abrió la sala del generador.

La máquina producía un zumbido persistente que se introdujo con facilidad en sus oídos. El cuerpo de Trelles seguía allí en decúbito supino, exactamente en la posición que lo había dejado. Tenía que pensar un modo de sacarlo de las instalaciones sin que se diesen cuenta.

—Trelles, maldito bastardo; cómo me has complicado la existencia.

No podía desembarazarse de él alegremente o creerían que lo había asesinado. Los médicos de guardia sospechaban y seguro que estarían murmurando en la cantina acerca de los verdaderos motivos de su visita. Si sacaba el cuerpo de allí, tendría muchas probabilidades de que le viese alguien. Sería el final de su carrera.

En cambio, si contaba la verdad no iría a la cárcel, y podría irse a trabajar a otro hospital. La autopsia revelaría que él no había intentado matar a Trelles; todo lo contrario, trató de reanimarlo con el desfibrilador. Ninguna acusación de asesinato podría prosperar si no cometía errores.

Examinó las lecturas del generador: el plasma frío, o lo que fuera aquella cosa que había brotado de Trelles al fallecer, ya no estaba allí.

Debió evaporarse tras el corte de la corriente, pensó. Bueno, qué más daba, el caso es que se había ido. Brusi apagó la máquina y sacó la camilla. El cadáver estaba helado y presentaba un color sonrosado en la nuca, espalda y dorso de las extremidades. Trató de cerrarle los párpados, pero estaban rígidos como el pergamino. Le registró los bolsillos y sacó una agenda de teléfonos y la cartera, que contenía media entrada de cine, tarjetas de crédito y unos cuantos billetes. También halló un manojo de llaves.

Tenía que entrar en su casa y apoderarse de las notas relativas al experimento. No podía arriesgarse a que la policía hurgase en los papeles de Trelles y descubriese que la idea había sido suya. En cuanto a su familia no había de qué preocuparse. Trelles era un tipo huraño que carecía de parientes cercanos o amigos. Nadie iba a preocuparse por él durante una larga temporada.

Trasladó el cuerpo a un nicho frigorífico. Ya daría las explicaciones pertinentes al director al día siguiente. Se quedó con las llaves y la agenda de teléfonos y estuvo tentado de quedarse también con el dinero, pero la cantidad no merecía la pena y no le convenía que alguien sospechase que le habían robado. Luego cerró con llave la puerta del generador y avisó a los médicos para que se reintegrasen a su puesto de trabajo. Ahora lo más urgente era trasladarse a casa de Trelles y apoderarse de sus papeles.

Condujo hasta las afueras de la ciudad adormecido por una melancólica balada, pero a causa de las interferencias tuvo que apagar la radio. Fuera estaba lloviendo y no llevaba paraguas. Cruzó el jardín de Trelles a la carrera y pisó una loseta mal colocada, empapándose de barro la pernera de los pantalones.

Uno de los relámpagos le ofreció una imagen fugaz de la fachada. Precisaba de reparaciones varias y una buena mano de pintura, pero su aspecto era mucho más atractivo que su apartamento de cincuenta metros cuadrados. En cualquier caso le venía grande a un hombre como Trelles, sin un triste perro faldero que le hiciese compañía. Brusi habría hecho mejor uso de la mansión si hubiera tenido la suerte de heredarla.

Las luces de la casa no funcionaban. Previendo la posibilidad de otro apagón, se había traído la linterna del coche en el bolsillo de la gabardina. Entró al vestíbulo y el haz describió un amplio arco en busca del despacho.

No encontró nada de interés en la planta baja, salvo un par de muslos de pollo en la nevera. El ajetreo de la noche le había despertado el apetito; cogió uno y lo mordisqueó distraídamente mientras subía por la escalera.

En la primera habitación de arriba halló un escritorio lleno de papeles. Abrió una bolsa y se puso a echar todo lo que intuía que pudiera perjudicarle. Como no podía leer demasiado bien a la luz de la linterna optó por meterlo todo, y pronto se vio en la necesidad de procurarse dos bolsas más para poder llevarse el botín al coche.

Cuando bajaba las escaleras recordó que había cometido la torpeza de dejarse el hueso del muslo encima del escritorio. En el caso de que a la policía se le ocurriese analizarlo, encontraría los restos de su saliva pegados al hueso. Era una idea paranoica, pero Brusi regresó a la habitación decidido a no dejar cabos sueltos.

Al ir a recogerlo escuchó un ruido en el cristal.

Apagó la linterna y se asomó a la ventana. Un manojo de hojas agitadas por el viento remolineaba en el alféizar. Brusi cabeceó y se guardó el hueso. Realizó una última batida en el resto de habitaciones por si aquel miserable había escondido algo fundamental en un rincón, y sólo cuando estuvo seguro de que no se dejaba nada regresó al coche.

Antes de arrancar miró hacia atrás. Juraría que había visto una sombra cruzar por el retrovisor.

Pero allí no había nada. Sólo él y sus latidos desbocados. Sus nervios le estaban traicionando.

La lluvia arreciaba. Brusi contempló inquieto que el limpiaparabrisas se había quedado atascado en su recorrido. Para incrementar su desgracia, los faros se negaron a encenderse en solidaridad con el resto de las luces de la ciudad. El motor seguía funcionando, pero emitía un gruñido sintomático. Se bajó del coche maldiciendo y abrió el capó con el motor en marcha. Una humareda negra le hizo retirarse de allí. Brusi no comprendía lo que estaba pasando: los tapones de las baterías rebosaban de una espuma verdosa de apariencia repugnante. Cogió un poco con un trapo y la examinó a la luz de la linterna.

Definitivamente, el coche estaba dando sus últimos estertores. Hacía tiempo que tenía ganas de librarse de él, y gracias a Trelles tendría la oportunidad de comprarse otro. Regresó al volante y pisó el acelerador. El automóvil renqueó durante el resto del trayecto, como si hubiese estado escuchando sus planes, y le amenazó en un par de ocasiones con dejarlo tirado en mitad de la calle; pero finalmente Brusi logró llegar a su bloque de apartamentos, aunque con la cabeza empapada al tener que asomar continuamente la cabeza por la ventanilla para ver la carretera. Nadie le vio sacar las bolsas de papeles del maletero y Brusi se sintió como un vulgar delincuente. En cualquier caso, su antiguo alumno ya no iba a obtener ningún beneficio de ellos y carecía de parientes que pudieran enriquecerse de su legado.

Entró en la seguridad de su apartamento con las bolsas goteando y las dejó junto a un sillón. Una vez hubiese estudiado todas las notas haría una lumbre con ellas. Estaban escritas del puño y letra de Trelles y sería muy incómodo explicar cómo habían llegado a su poder, en el hipotético caso de que la policía las descubriera.

Arrebujado entre las sábanas se imaginó cómo discurriría su futuro inmediato. Probablemente sería despedido del hospital, pero los datos que había reunido valían millones. Cualquier laboratorio le volvería a contratar para que reanudase la investigación, con un sueldo bastante más sustancioso que el actual. Brusi había demostrado que el alma tenía peso y podía confinarse en un recinto magnético; lo demás carecía de importancia. Ya estaba harto del servicio de cuidados intensivos y de tratar con médicos en prácticas. Él merecía más, y la investigación era una actividad a la que siempre había deseado dedicarse. Ahora tenía la oportunidad de hacer realidad sus sueños.

Escuchó un ruido en el pasillo. Brusi pensó que se trataba de imaginaciones suyas, pero el sonido volvió a repetirse; una especie de siseo apenas audible, quizás aire de las tuberías. No obstante se calzó las zapatillas y cogió la linterna. Cabía la posibilidad de que algún vecino le hubiese seguido hasta su casa.

Se quedó parado a escuchar. El siseo parecía provenir del salón. Brusi tragó saliva y avanzó sigilosamente. El apartamento estaba en calma, como no podía ser de otro modo, y las bolsas de papeles se hallaban donde él las había dejado. Brusi se cercioró de que la puerta de entrada tenía el cerrojo puesto y para mayor seguridad colocó la cadena. Luego realizó un registro minucioso por toda la casa para asegurarse. Dado que el apartamento era pequeño, le llevó poco tiempo.

Sólo cuando se convenció de que allí no había nadie regresó al dormitorio. Un pensamiento desquiciante le obligó a mirar bajo la cama, pero aparte de unas cuantas pelusas y una lata vacía de cerveza no encontró otros hallazgos.

Brusi estaba asustado. Sus tuberías eran nuevas, no producían ruido. Entonces ¿qué originaba el siseo?

Intentó tranquilizarse pensando nuevamente en el porvenir que le esperaba. Por supuesto, tendría una deferencia especial con la memoria de Trelles. El pobre carecía de familiares que fueran a ocuparse de sus exequias, y en el fondo le daba lástima. No toleraría que sus restos fuesen a parar a una fosa común y estaba dispuesto a anticipar de su bolsillo los gastos del funeral, si eran razonables y el Ayuntamiento no se hacía cargo.

Volvió a escuchar el ruido, ahora más nítidamente. Era un sonido sibilante, más profundo que el ulular del viento.

El cristal de la ventana vibró como si un pájaro se hubiese estrellado contra él. Brusi enfocó la linterna hacia la ventana. Un papel de periódico se había pegado al marco.

El siseo se reprodujo. Se levantó de un salto y notó que un viento helado se deslizaba entre los dedos de sus pies. Había una extraña corriente en el interior de la casa, aunque estaba seguro de que no se había dejado nada abierto. Antes de acostarse volvería a revisar cada una de las habitaciones.

Al girar el pomo del dormitorio fue azotado por un vendaval de lluvia y frío. El pasillo estaba repleto de folios que revoloteaban de un lado para otro como pájaros asustados. Brusi avanzó a duras penas apartándose los papeles del rostro, hasta que consiguió entrar en el salón.

La puerta del balcón estaba abierta de par en par. Un torbellino de papeles se había formado en el centro de la habitación y avanzaba hacia el televisor como un pequeño tornado. Brusi lo rodeó prudentemente y se lanzó hacia la puerta del balcón.

Algo se pegó a su rostro. Era una cuartilla escrita del puño y letra de Trelles. «Brusi tenía razón. No hay vida después de la muerte», leyó.

Un sombrío presentimiento cruzó por su mente. Fuera lo que fuese lo que brotó del cuerpo de Trelles al morir, había escapado de la jaula electromagnética aprovechando el apagón. ¿Podía haber venido a buscarle?

Tuvo que empujar con la espalda las dos hojas de la puerta hasta conseguir cerrarlas. El pequeño vórtice desapareció al instante y los papeles cayeron al suelo despojados de su aparente magia. Suspiró hondo y se secó la frente. El picaporte del balcón no cerraba bien, eso era todo. Empujó el sofá contra la puerta y se cercioró de que ningún golpe imprevisto de viento volviese a abrirla. Luego regresó al dormitorio y se tomó un par de somníferos. Las pastillas surtieron rápidamente el efecto deseado y cayó en un profundo sueño, del que no despertó hasta la mañana siguiente, con una extraña migraña hormigueándole la sien izquierda.
 
 




IV



La mesa de su despacho estaba llena de peticiones de informes de la supervisora de servicios médicos, a cada cual más absurda. Brusi las despachó lo más rápidamente que pudo, sin comprender realmente las intenciones de su jefa.

No se encontraba bien, él no padecía de migraña y desde la noche anterior se había instalado en su hemicráneo izquierdo un dolor insoportable, como si docenas de pequeños alfileres se estuviesen removiendo bajo su piel. La vista se le enturbiaba por momentos y de vez en cuando captaba manchas en las paredes que se esfumaban en cuanto las miraba directamente.

Salió a la unidad de cuidados intensivos y se interesó por el estado de los pacientes que acababan de ingresar. El médico de guardia se puso un poco nervioso cuando le vio acercarse.

—¿Qué te ocurre? —le increpó Brusi—. ¿Tengo monos en la cara o qué?

—La supervisora Larrey acaba de preguntar nuevamente por usted. Quiere saber por qué no se ha presentado en su despacho.

—¿Nuevamente? ¡Nadie me ha comunicado que esa zorra quería verme!

Un cirujano y una auxiliar de enfermería que pasaban por allí giraron la cabeza al oírle gritar.

—Métanse en sus propios asuntos. ¿Es que no tienen otra cosa que hacer?

—Señor Brusi, su secretaria ha tratado de avisarle hasta cuatro veces por el comunicador.

—Mentira, no me he movido del despacho en toda la mañana. De cualquier forma iré a ver ahora mismo qué bicho la ha picado.

Necesitó un gran esfuerzo de concentración para localizar en el panel del ascensor el botón de las oficinas de administración. Las malditas manchas no sólo aparecían en las paredes, sino dondequiera que mirase. Ahora eran más nítidas y se deslizaban lentamente como amebas.

Irrumpió bruscamente en el despacho de la supervisora, plantándose frente a ella en actitud desafiante.

—Escúchame, puta, tengo asuntos más importantes esta mañana que cumplimentar tus jodidos formularios.

Marta Larrey se quedó sin habla. Le mostró las contestaciones escritas que Brusi había dado a sus peticiones.

—No esperaba esto de ti, Luis —dijo al fin.

Los papeles estaban rellenos de cuadrados y triángulos, junto con algunas palabras sin sentido.

—Yo... yo no he escrito esto.

—Es tu letra. Vamos, siéntate.

Brusi obedeció. Un escalofrío le sacudió la espina dorsal al contemplar nuevamente los dibujos. No recordaba haberlos hecho.

—Los médicos que estuvieron de guardia en la UCI la pasada noche me han informado de un comportamiento muy sospechoso de tu parte. Dijeron que regresaste al hospital de madrugada y los mandaste a la cantina, quedándote a cargo de los enfermos. Uno de los ingresados presentaba un edema pulmonar que requería asistencia inmediata. Falleció poco después de que tú abandonases la unidad.

—¿Me estás amenazando?

—Tus problemas personales no son de mi incumbencia, pero la atención a los enfermos sí. Vamos a abrir una investigación. Pensé que debías saberlo.

—Podéis iros al infierno tú y tu podrida investigación. No sé cómo una puta como tú puede... puede ocupar este puesto —Luis se levantó, mareado—. Oh, bueno, lo sé perfectamente, todo el hospital lo sabe. Estuviste liada con el gerente. Así es como vosotras conseguís los puestos de dirección, sólo tenéis que abriros de piernas y...

—Cautelarmente está suspendido de empleo y sueldo, señor Brusi —dijo la supervisora, con la sangre hirviendo en sus venas—. Hay una sala de acceso restringido en su unidad y un nicho frigorífico cerrados con llave. Entréguemelas ahora mismo.

Brusi no se dignó en contestarle, y abandonó el despacho con un sonoro portazo.

Mientras esperaba el ascensor reflexionó sobre lo que acababa de hacer. ¿Acaso se había vuelto loco? Era como si estuviese pidiendo a gritos que lo despidieran. Primero rellenó con garabatos los informes que la supervisora le había ordenado, y luego se había atrevido a insultarla en la cara. Aquello no podía estar sucediéndole.

El timbre del ascensor restalló en sus sienes como un martillo. Brusi avanzó lentamente y las puertas automáticas se cerraron a su espalda con un sonido sibilante, el mismo que había escuchado la noche pasada en su apartamento.

Detuvo el ascensor en la primera planta. Hablaría con Valls, el jefe del departamento de neurología. Él podría explicarle qué le estaba sucediendo.

Encontró al especialista frente a una pantalla retroiluminada, de la que colgaban una serie de angiografías cerebrales de un paciente. Valls se sorprendió mucho de la visita.

—Estás pálido como un muerto —dijo al verle.

—Puede que ya lo esté —Brusi luchaba por mantener el equilibrio. La cabeza volvía a darle vueltas—. Ayer maté a una persona.

Valls asintió lentamente.

—Entonces es cierto lo que se rumorea de ti.

—No, no se trata del paciente que falleció de edema pulmonar. Es difícil explicártelo, pero uno de mis colaboradores sufrió un infarto mientras probábamos un nuevo equipo. Yo... —tuvo que sentarse—... creo que no agoté las posibilidades de reanimación. Lo dejé morir.

—¿Quién era ese colaborador?

—Daniel Trelles. Escondí su cuerpo en una cámara frigorífica y ahora la supervisora Larrey me reclama la llave. Van a descubrirme.

—Entiendo —Valls se frotó el mentón, sin comprender mucho—. Dime una cosa, ¿por qué me estás contando todo esto a mí?

—Desde la pasada noche oigo ruidos extraños, una especie de silbido dentro de mi cabeza, y he empezado a ver manchas por todas partes. Quiero que me hagas una revisión a fondo, un TAC, lo que sea, pero... —su cuerpo se convulsionó—. Ayúdame, algo me está ocurriendo.

Brusi gritó y se llevó las manos a las sienes. Al intentar levantarse perdió el equilibrio y cayó al suelo. La cabeza le ardía.

—¡Sácamelo! ¡Por lo que más quieras, sácamelo de aquí dentro!
 
 








V



El pitido del busca le obligó a Ismael Valls a saltar de la cama. Su turno no empezaba hasta el mediodía, por lo que no se explicaba qué asunto requería sus servicios con aquella premura.

Una enfermera le explicó por teléfono que se había detectado un cambio significativo en la evolución del paciente Luis Brusi, ingresado en la unidad de agudos de psiquiatría hacía dos semanas. Valls se vistió rápidamente, presintiendo lo peor. La tomografía realizada al cerebro de Brusi había revelado unas curiosas alteraciones de origen desconocido en el hemiencéfalo izquierdo, con aceleración de la actividad sináptica. Valls temía que se hubiera producido una crisis vascular generalizada que le acabase sumiendo en un estado vegetativo el resto de su vida.

El psiquiatra de servicio celebró su rápida llegada. Valls era la primera persona que había tratado a Brusi antes de su ingreso en agudos y quizás tuviese una explicación a lo sucedido en las últimas horas. Junto a él se encontraba Nares, un neurólogo del hospital que también había sido requerido para valorar la evolución del enfermo.

—Perdona que te hayamos hecho venir a estas horas —se disculpó Nares—, pero necesitaba una segunda opinión.

El neurólogo le exhibió a Valls una serie de tomografías tomadas a Brusi aquella misma mañana.

—Las alteraciones han desaparecido —dijo Nares, señalando con la punta del bolígrafo—. Puede que se haya producido una revascularización en todo este hemisferio, no lo sé; es la primera vez que veo algo así.

—Yo también —murmuró Valls—. ¿Qué tal se encuentra él?

—Creo que deberías verlo por ti mismo. Lo hemos llevado a uno de los locutorios.

Sentado tras una mesa de madera y envuelto en un aire de placidez infinita, el antiguo jefe de cuidados intensivos les contempló desde el otro lado del cristal polarizado con mirada serena, desprovisto de la camisa de fuerza que había llevado los últimos quince días.

—¿Puede vernos? —preguntó Valls.

—No, y tampoco oírnos, salvo que pulse este botón. Mi opinión personal es que el complejo de culpabilidad que atravesó Brusi tras la muerte de su colaborador le creó una segunda personalidad que ha acabado anulando la suya propia. Pero claro, sólo es una hipótesis. Este caso presenta demasiados puntos oscuros a los que es difícil encontrar una explicación clínica.

—No lo entiendo. ¿Quieres decir que ya no recuerda quién es?

—Sólo responde al nombre de Daniel Trelles. Para él, Brusi es como si no existiera, su nueva personalidad ha suplantado a la antigua por completo. Es sorprendente la cantidad de detalles que conoce de la vida de Trelles, algunos desconcertantes. Me pregunto cómo los habrá averiguado.

El psiquiatra pulsó el botón del comunicador y le pidió a Valls que se acercase al micrófono.

—Hola, Luis. Soy Ismael, tu compañero de neurología. Me dicen que has experimentado una gran mejoría.

—No me llamo Luis. Mi nombre es Daniel Trelles, ya se lo he repetido a todos hasta la saciedad. Deben sacarme de aquí inmediatamente. Tengo un trabajo importante que concluir.

—¿Qué tipo de trabajo?

Trelles se inclinó sobre la mesa al notar que había despertado el interés del neurólogo, y sus ojos brillaron de excitación.

—He conseguido la evidencia científica de que hay vida más allá de la muerte. Lléveme a la unidad de cuidados intensivos y se lo explicaré.

Valls intercambió una mirada triste con el psiquiatra. Brusi no merecía aquel final.
 
 

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